lunes, 8 de junio de 2009

Opaco


Por: Adolfo Villafuerte


Cuando salía del trabajo se despedía de algunos de sus compañeros –no de todos–, se despedía del jefe si todavía se encontraba en su oficina, se despedía del portero que le revisaba el maletín a la salida e iba a esperar el bus.


Esa mañana, fue el primero en llegar a la oficina; le tocó conectar a él mismo la máquina del café. Al sentarse en su escritorio, Paco alargaba los dedos de las manos completamente, de forma paralela y a unos pocos centímetros del teclado de su computador; luego, bajaba un poco la punta de éstos, hasta que las yemas tocaban la parte superior de las teclas de función; después, dejaba que toda la mano descendiera, muy lentamente, hasta que las palmas descansaran sobre las teclas frías.


Así iniciaba su jornada Paco.

Dos o tres veces por semana, camino a casa, hacía una parada en la sala triple-x a tres cuadras de su apartamento. Solía comprar su tiquete de entrada y esperar que alguien más llegara, para entrar pisándole los talones, como si hubieran llegado juntos. Paco era demasiado recatado para masturbarse dentro de la sala, por lo que generalmente esperaba llegar a casa para hacerlo. Hubo ocasiones, como el día en que proyectaron la de una rubia tetona con la particular habilidad de eyacular abundantemente, que no le quedó más remedio que desfogarse en el baño del teatro. Había Paco encontrado un nuevo fetiche ese día, que sin embargo no le duró mucho, pues al poco tiempo decidió irse a investigar sobre la eyaculación femenina, para enterarse de que no se trataba de otra cosa sino de un líquido especialmente preparado, que se le introducía a la actriz en la vagina para que, apretando los músculos pubococcígeos, lo expulsara al momento del supuesto clímax. En otros casos, se trataba simplemente de orinar con mucha fuerza durante el coito.


Paco maldijo a la Internet.

Ese día, Paco había asistido a una proyección lo suficientemente dócil como para contenerse hasta llegar a casa. Además, esto le daba la oportunidad de fumarse un porro antes de masturbarse, lo cual potenciaba su orgasmo.


A pesar del nocturno frío citadino, logró mantener su erección gracias al constante roce de su pene contra la tela del bóxer holgado. Además de hacerle mantenimiento esporádicamente, a través del agujero en la parte interior del bolsillo derecho de su pantalón.


Ya dentro del edificio, subió las pocas escaleras hasta su apartamento. Se sorprendió de encontrar, al otro lado del pasillo, un hombre rechoncho en cuclillas, atornillando unas bisagras en el marco donde seguramente pronto iría una puerta bastante maciza –asumió Paco–, debido a las dimensiones de las bisagras. El hombre en cuclillas le daba la espalda, mostrándole la raja de su trasero peludo y sarpullido. Paco entró a su apartamento sin lograr verle la cara al hombre; se dio cuenta de que había perdido su erección. Fue a dormir.


Le echaba leche de soya al Corn Flakes, pues era intolerante a la lactosa. En el televisor, escuchaba la noticia de una tractomula que había caído encima de un bus escolar lleno de niños, debido a un puente que había colapsado. Únicamente resultó afectado el niño que viajaba solo, en la parte de atrás del bus. Murió instantáneamente.


El pronóstico metereológico indicaba lluvia.

En la monotonía de su labor, Paco empezó a divagar dentro de su cabeza, como acostumbraba hacer en el trabajo, que a pesar de todo cumplía por encima de las más estrictas normas de calidad. Pensó en el hombre de las bisagras y sintió asco. A pesar de que no le vio el rostro, supo que tendría más de cuarenta años. Lo odió por interrumpir su excitación; por cómo la visión de su trasero tapizado en postillas lo frenó en seco. Todo por cumplir con su labor insignificante –levantar una puerta– por la cual tuvo que irrumpir su día, justo cuando estaba a punto de culminar de la forma más tolerable posible, bajo los cánones de Paco. Insignificante también era el hombre ese, gordo repugnante condenado a sobrevivir su desgraciada existencia atornillando, limpiando, levantando para otros; todo por su insensata necedad de vivir, de tener una mujer-vaca echada en casa todo el día viendo telenovelas y pariendo hijos infradotados por su cochina vagina. Todo para sentirse más hombre, para afincar su existencia, su paso por este mundo prostituto.


Paco se dio cuenta de que sus compañeros habían salido a descanso y se encontró solo en la oficina.


Al salir del trabajo, se encontró rondando sin rumbo las calles, con un cierto malestar, muy difuso. No quería llegar a su apartamento, todavía quedaba algo de la luz del día y no soportaba estar en su apartamento cuando afuera aún había luz.


No tenía hambre. No estaba de humor para una porno y no había nada interesante en el cine regular.


Reacio, enrumbó hacia su apartamento.

Sintió plomo en los pies al subir las pocas escaleras.

Ahí estaba, al otro lado del pasillo. Ya no en cuclillas, sino de pie, rellenando con yeso algunos espacios que había entre la parte exterior del marco y la pared. Paco, caminando casi en puntillas, se dirigió a su apartamento, pero el hombre sintió su presencia: volteó y le sonrió; «Buenas» le dijo, pelando los dientes que le quedaban. «Buenas» respondió Paco, famélico.


Ya dentro del apartamento, se sintió nervioso, culpable, como si el hombre hubiera podido ver a través de su cráneo el rastro que dejaron los pensamientos que lo hicieron morderse la lengua de rabia y le habían provocado un reflujo ácido.


Por cierto, se acabó la leche de magnesia.

En el televisor sintonizó un partido de fútbol con el volumen bien bajito, para escuchar los quehaceres del hombre afuera. El apartamento estaba a oscuras, con la excepción del reflejo del televisor. Pronto sintió cólicos, no había cagado desde hacía cinco días.


Después de pasar unos buenos veinte minutos sentado en el retrete, se levantó en busca del enema. Colocó una toalla sobre el suelo del baño, se bajó de nuevo los pantalones y apoyó las rodillas sobre la parte inferior de la toalla extendida; luego, se echó para adelante, colocando frente y codo izquierdo sobre la parte superior; con la diestra se introdujo el enema. Diez minutos después cagó el contenido de éste, límpido.


Al día siguiente, observó a la mujer que atendía la cafetería de la oficina: era enorme y perennemente sonriente. Usaba un uniforme blanco con su respectivo gorrito; era pecosa y los ojos se le veían chiquitos y achinados.


Por alguna razón, Paco se la imaginó junto al hombre de la puerta. Se la imaginó esperándolo en su covacha en los arrabales de la ciudad, junto a sus cinco hijos, sentados alrededor de la mesa de tablas, esperando a que la tremenda gorda de su madre les sirviera su inmunda cena, caldo. Luego, llegaba el hombre de la puerta y la besaba en el hocico belfo; después, saludaba a los pelados, les preguntaba sobre las estupideces que tanto entusiasman a los culicagados y pretendía escucharlos mientras se sacaba las rancias botas dos tallas más grandes que alguno de sus patrones le había obsequiado. Cuando al fin todos los cinco mocosos se habían ido a dormir a su habitación, separada de la de ellos por una roída cortina azul, el hombre de la puerta, en su insaciable afán de asentar su virilidad ante ella y ante sí mismo, empezaba a hacerle los cariñitos de siempre, los que ya habían dado como resultado a las cinco pequeñas pústulas de gozo que dormían al otro lado de la cortina. Él empezaba a desamarrarle la ropa a la gordota; no era sino que desabrochara algo por algún lado para que alguna prenda saliera volando por los aires, debido a la presión descomunal de las grasas que clamaban libertad desde hacía tantas horas. Luego, él se desnudaba y se zambullía sobre la mole desparramada en su cama; sentía cómo la superficie de su mujer fluctuaba, como en un colchón de agua, o de grasa; verdaderamente era como estar en un parque de diversiones, por lo que se sentía feliz como un niño. Después, con mucho cuidado para no caerse de la estrecha cama, él se acostaba al lado de ella, que alzaba sus innumerables kilos de generosa dionisia jubilada y delicadamente los posaba encima de su hombre, que no podía contener su orgullo ante su condescendiente y reluctante erección. Cegado por el par de tetas descomunales, sus manos se iban introduciendo por entre los múltiples pliegues sudorosos de ella, de modo que no se sentía muy seguro de por dónde es que tenía que introducir su miembro. Hasta que por fin se encontraba con ese único pliegue, húmedo por algo que no era precisamente sudor.


Ahí, el hombre de la puerta encontraba el centro de su universo.

Paco pudo sentir su regocijo, sentía que se le aceleraba el pulso; pudo sentir el calor de las cuantiosas capas de piel, rezumantes de pasión, encima de la suya. Pudo casi que sentir el tibio remojo de la mujer alrededor de su propio miembro palpitante.


Fue entonces que Paco eyaculó por dentro de su pantalón de dril, sobre su muslo izquierdo y hasta la rodilla.


Asustado, miró a su alrededor. Sus compañeros habían vuelto a trabajar y se encontraba solo en la cafetería.


A pesar de la luz del día, no dio demasiadas vueltas para irse a la casa; la verdad, la idea no lo molestaba para nada. ¡Es más!… se sorprendió a sí mismo queriendo llegar rápido, aunque tuviera que aprender a sobreponerse a caminar con los ocasionales jalones de vellito en la pierna izquierda, empegostada de semen seco.


Subió las escaleras, ni muy rápido, ni muy despacio. No sabía qué esperar; no estaba seguro de lo que era, pero algo había cambiado.


Todo se aclararía, pensó, por alguna razón, al llegar a su piso.

No obstante, no sería así como se dieran las cosas, pues lo único que encontró, en lugar del hombre (no había nadie en el piso) fue una enorme puerta de metal blindado, cerrada.


Paco, circunspecto, se acercó y la examinó. Era sólida y robusta, evidentemente de la mejor calidad, en lo que a puertas blindadas se refiere. Sin embargo, notó algunas hoscas rugosidades alrededor del marco; incluso aún quedaban algunas grietas por rellenar, además de que la puerta en sí, a pesar de su ostentosidad, se apreciaba terriblemente rústica, por lo que lo más seguro es que una segunda mano de pintura estuviera pendiente. Pudo así deducir que el trabajo no estaba terminado aún y, tal vez por esta razón, se dirigió a su apartamento a dormir tranquilo.


Al día siguiente, al llegar a la casa, la situación fue la misma. Minuciosamente examinó la obra de cerca y concluyó que no había cambiado en absoluto.


Se acostó temprano; ya en cama, pensó, ¿por qué no habrá trabajado el hombre hoy? ¿Acaso era festivo? En la compañía donde trabajaba no otorgaban festivos, por lo que éstos tendían a tomarlo por sorpresa, especialmente cuando al llegar a casa, la nevera se encontraba vacía, y al salir de vuelta a la fría noche se encontraba con todas las rejas bajadas y las luces apagadas de las tiendas.


Pero no era festivo, revisó su calendario y el número correspondiente a ese día estaba en negro y no en rojo, como era propio de éstos.

¿Por qué no habrá venido a trabajar?…

Estar despierto antes que el despertador sonara.

Llegar de primero. Conectar la máquina del café.

Estirar los dedos.

Bla, bla, bla.

Despedirse de algunos de sus compañeros.

Pasar de largo el teatro triple-x.

Llegar a su edificio antes que oscureciera.

La misma puerta cerrada.

…Pasaban los días de una forma extraña.


Se había acostado en su cama, pero antes, había quitado sábanas y cobijas; quiso sentir la suciedad y aridez del colchón pelado debajo de su cuerpo desnudo. Quiso también recordar la fantasía que lo hizo eyacular en plena jornada laboral hacía algunos días. Cerró los ojos, y como de un vector caliginoso apareció la figura del hombre de la puerta; apenas lo vio, se echó a llorar.


Algo debió haber pasado, algo que le impidiera seguir viniendo.

Los días pasaban, extraño.

La puerta blindada se mantenía impávida.

Paco llamó a su arrendatario y le preguntó qué compañía había contratado para el trabajo de la puerta. El arrendatario reaccionó como si no supiera de qué hablaba Paco. Paco le dijo que habían levantado una puerta blindada en el apartamento abandonado que estaba en el mismo piso que el suyo, pero que el trabajo parecía incompleto. El arrendatario quedó en pasar por ahí cuando tuviera algo de tiempo.


Una noche reflexionó sobre qué haría si el hombre de la puerta volviera. No encontró respuesta; tal vez todo seguiría como había estado yendo, un Buenas y ya. Tal vez… sin embargo, esto no le satisfacía.


No podía recordar el nombre de la empresa que tenía estampada en la camiseta; era algo que empezaba con Em… Emc…?


Se detuvo un momento y observó el reloj en su mesita de noche: 1:01 a.m. Tenía cuatro horas para dormir; apagó la lámpara.


Caminó por un frío y desocupado pasadizo, con la parsimonia de quien sabe que está soñando; al final del pasadizo se encontró frente a una puerta de madera, cerrada. Supo que estaría sin llave y, efectivamente, al girar la perilla la abrió sin dificultad. Era un baño; la taza del sanitario estaba justo en frente de la entrada, de modo que lo primero que Paco pudo ver fue el cadáver en avanzado estado de descomposición de lo que evidentemente alguna vez fue una mujer, sentado en el inodoro.


Paco despertó; estaba desnudo y desarropado encima del colchón pelado. Se sintió engarrotado por el frío y le dolían las encías terriblemente. Sentía como si la franja inferior de su dentadura hubiera estado vigorosamente empujando hacia fuera a la superior. Pensó que si no hubiera despertado, su encía superior se habría desgarrado por la presión. Rápidamente se dirigió al baño a examinarse la boca en el espejo, pero lo distrajo la visión de su pene, encogido como una salamandra muerta y mojada, y de sus testículos, que estaban azules y medio metidos para arriba, como dos conejitos asustados. Esto lo perturbó bastante.


Sentado en la cama, ya con el pantalón del pijama puesto, pensó en su sueño, y recordó la noticia que leyó en el periódico un par de semana atrás. Una mujer, al sur de los Estados Unidos, había permanecido encerrada en su baño durante dos años, sentada en el retrete, sin levantarse una sola vez. Al encontrarla, los bomberos se vieron en la necesidad de arrancar el retrete desde el suelo, con la mujer aún encima, pues la piel de sus muslos se había simbiotizado con la cerámica de su insalubre trono, el cual le había provocado una espantosa infección genital que se había empezado a generalizar con el tiempo. Después de someterse a una tortuosa operación para separarla del retrete, la mujer había quedado paralítica. El hombre que durante dos años le estuvo llevando comida al baño enfrentaba ahora graves cargos judiciales.


Paco recordó reflexionar el por qué alguien se sometería a algo así durante dos años. Luego pensó en el hombre de la puerta y se estremeció: una vida bajo la terrible dictadura sexual por parte de la cerda de su mujer. La incesante succión de sus cinco insaciables sanguijuelas. Un trabajo duro, ingrato y vacío. Una horrible apariencia física…


Sin lugar a dudas, el hombre de la puerta blindada había decidido enclaustrarse a sí mismo tras ésta.


Como todavía era de noche, Paco salió de su apartamento sin preocuparse demasiado por su apariencia. Al otro lado del pasillo, vio luz saliendo por debajo de la puerta. Se acercó con cautela y se recostó boca abajo en el piso, con la idea de ver algo por la rendija. Mientras se esforzaba por distinguir alguna de las formas borrosas, una sombra pasó por enfrente de la grieta; Paco sintió incluso el tremor del piso de madera sobre su pecho. Se levantó de un brinco y se fue corriendo hasta su apartamento.


Pero, ¡qué estúpido se sintió Paco por haber salido corriendo así! Lo primero tendría que haber sido cerciorarse de que el hombre se encontraba bien. Aunque, pensándolo, dadas las condiciones por las cuales el hombre había decidido encerrarse en ese apartamento, lo más probable es que éste no le respondiera, ni quisiera saber nada de él. ¿¡Cómo hacerle entender que era el único que le comprendía, y que no le juzgaría!? Y es que, aunque aún no estuviera conciente de ello, en el fondo Paco admiraba al hombre por sus medidas radicales.


Una vez resuelto el enigma de qué había pasado con el hombre, Paco se sintió un tanto aturdido, pues no sabía cómo proceder. No quería perturbarlo, quería ayudarlo… ¿Qué habría dentro del apartamento? ¿Habría el hombre tenido el suficiente sentido común como para llevar consigo una buena ración de alimento? Este pensamiento lo conmocionó. Se dirigió a la cocina, abrió la nevera; sintió pesar por sí mismo. Aún era demasiado temprano para ir al supermercado, no abriría por otras dos horas. Se arregló y se sentó a esperar.


Los empleados no habían terminado de subir la reja de la puerta principal del supermercado cuando Paco, agachándose un poquito, ya la estaba atravesando. Empezó a echar toda clase de latas de conserva, harinas y frutas en el carrito, cuando cayó en la cuenta de su insensatez. El espacio entre la puerta y el piso de madera no podía ser de más de cinco centímetros, sin embargo, ahí estaba él, sosteniendo un pollo congelado entre sus manos. Dejó botado el carrito que contenía los víveres henchidos y fue a buscar otro. Empezó a echar jugos en polvo, avena instantánea, fideos, chocolates, sopas de sobre, caramelos, etc…


De vuelta en su edificio, fue directamente a la puerta, con las bolsas del mercado. No podía echarlos todos de una vez, así que empezó a escoger. Se decidió por los fideos, unos chocolates y un sobre de jugo. Casi no pudo con los fideos, que se rompieron bastante en el proceso. Su cálculo de cinco centímetros fue exagerado.


Se percató de la hora y se apresuró a salir a su trabajo, por primera vez en tres años, sin afeitarse.

Se sentó en su escritorio, estiró los dedos, etc., etc.

Tenía entonces una nueva rutina, Paco; ingeniarse la forma de embutir la mayor cantidad de comida posible a través de una rendija de menos de cinco centímetros.


Una de esas tardes, Paco se encontró recogiendo fríjoles del suelo del pasillo; el empaque había estallado al tratar de forzarlos por debajo de la puerta. Con un puñado de fríjoles en cada mano, como despertando de uno de esos sueños estúpidos que a uno le da rabia haber tenido cuando se despierta, pensó: Y… si el hombre no tiene siquiera una estufa, estos fríjoles no le servirían más que como piezas de parqués…


Volvió al apartamento, sintiéndose humillado. ¿Pudiera ser, que todo esto fuera tan fútil como aquella ocasión en que intentó aprender yoga para autosatisfacerse oralmente?, gastando media quincena en víveres que terminaba botando por debajo de una puerta…


Todas las noches se estaba quedando despierto hasta tarde, tratando de percibir señales de vida provenientes del apartamento “en construcción”. Esa noche parecía inquieto el hombre. Paco lo escuchaba caminando de un lado a otro, arrastrando algo; probablemente un costal con cinco cabezas humanas adentro, reducidas al tamaño de toronjas por alguna tribu ilícita de achuares rezagados.


Hasta mucho después de cesado el ruido, Paco se mantuvo en vela, pensando.

Recordó a la gringa-retrete. No, Paco no obraría a partir del miedo y la ignorancia, como lo hizo algún estúpido hillbilly seudo-necrofílico y desdentado.

Liberaría al hombre de la puerta.

Pero sabía bien que sacarlo de su auto-infligida prisión no sería suficiente para la “libertad” del hombre, pues la verdadera prisión era su agobiante rutina.

Haría uso de sus buenas relaciones con el área administrativa de la compañía donde trabajaba. En realidad, era un poco exagerado llamarlas “buenas relaciones”, pero no eran malas, que era lo más cercano a “buenas” o lo que alguien en su condición pudiera aspirar. Le conseguiría un puesto como conserje o portero, asegurándole que esto sería algo temporal hasta que lograra conseguirle algo mejor. Le enseñaría cómo utilizar un computador y algo de inglés básico para así poder procurarle algún puesto de oficina; sería cuestión de tiempo antes de que empezara a escalar peldaños hacia la cima corporativa.


Pero le preocupaba también su vida personal. Tendría que ayudarle a deshacerse de los 150 kilos de lastre que era su mujer. Ya como estaba, su corazón debía estar a punto de colapsar; no bastaría más que un breve tratamiento de anfetaminas molidas en la sopa para acelerar el proceso natural. Pero, ¿qué hacer después con las cinco sanguijuelas? Tal vez lo mejor sería un divorcio tradicional. Paco tenía un amigo abogado que de seguro lo asesoraría pro-bono, de modo que al hombre lo desangraran lo menos posible.

***

Esta vez salió a break, pero solo. Se encontró pateando las piedrecillas del patio; le apuntaba para que se fueran rodando por el desagüe. Se agachó y tomó una; la superficie lisa se sentía rico dentro de su puño crispado.


Esa noche volvió a hacer una parada por la sala triple-x.

La función de esa noche: una película cuyas protagonistas consistían exclusivamente en jóvenes mujeres de raza negra. Una comunidad de negras en pelota que a la menor oportunidad emprendían todo tipo de actos sexuales, dentro de los más variados escenarios y valiéndose de todo tipo de accesorios y juguetes. El rosado de las vulvas entre la piel oscura le recordaba una de las frutas exóticas que su padre comía enfrente suyo todas las noches, en tiempos de prosperidad.


Paco se alegró de haber tenido tan vívidas rememoraciones de su niñez, mientras se apresuraba en llegar al apartamento para fumarse un porro y masturbarse.


De vuelta en casa, sacó la piedra de su bolsillo y la colocó en el mesón de la cocina; de su otro bolsillo sacó un par de monedas. Dentro de su maletín de cuero, envuelto en el forro de un libro de Paulo Coelho, un mancillado pasquín con el título de The Anarchist Cookbook.


2.0 (El Rescate)

En su mano derecha cargaba una especie de bola de papel aluminio arrugado; estaba en el pasillo, apenas fuera de su apartamento. Aún no había tomado la decisión, pero el sudor de su mano estaba calando la bola y temía que se echara a perder la pólvora. Entonces, sin pensarlo de nuevo, arrojó la bola lo más fuerte que pudo hasta el otro extremo, donde se reventó contra la pared al lado de la puerta blindada con un fuerte estruendo. Paco rápidamente se devolvió a su apartamento, cerrando con otro estruendo. Permaneció en vela buena parte de la noche, esperando que alguien golpeara su puerta, o incluso sirenas.


Cuando a la mañana siguiente despertó de las pocas horas en que pudo conciliar el sueño, antes que nada, salió a observar el enorme asterisco negro en la pared al otro lado del pasillo. Ningún otro elemento parecía fuera de lo normal.

Mientras tomaba su ducha fría, decidió no ir a trabajar ese día; inmediatamente después de salir del baño se dirigió a la cocina y de un anaquel extrajo la caja con los ingredientes.

Especial del día: Explosivos Plásticos de Cloro

Arrastrándolo desde el baño, trajo un galón de cloro hasta la cocina; lo vertió en la olleta y mientras éste se calentaba, en su pymex pesó 63g de cloruro. Observaba la solución hervir, al tiempo se acariciaba el falo, inexplicable e inexorablemente erecto. Paco sintió un tremor calentucho a lo largo de su breve y esmirriado cuerpo desnudo; pronto decidió darse rienda suelta y empezar a masturbarse a toda máquina; eyaculó sobre la solución hirviente justo en el momento que el vetusto aerómetro de batería leía una carga completa. Después de desocupar la nevera de casi todos los víveres, que en gran parte eran para el “recluso”, con mucho esfuerzo encaramó la cubeta con la solución caliente por encima del compartimiento para verduras, apachurrando algunos tomates que omitió sacar.


Su nevera nunca se destacó por su poder de enfriamiento, por lo que Paco se vio enfrentado a un par de horas que matar. En su closet, dentro de una caja de zapatos, encontró su Nintendo. Funcionaba.


Cuando sus pulgares ya no pudieron más, habían pasado cuatro horas. La solución se había enfriado demasiado por lo que tuvo que dejarla a temperatura ambiente por otro rato. Se devolvió a su cuarto decidido a rescatar a la princesa.


Después de rescatarla y haberle propuesto matrimonio, regresó a la cocina a continuar con el proceso, devastado por la negativa de la princesa. Empezó entonces a filtrar la solución y rescatar con amor los pequeños cristales que iban quedando. Después, los pulverizó con odio en el mortero para cocinarlos con cera y vaselina. Procedió luego a disolverlos en gasolina y agregarle las medidas exactas de potasio. Con gusto, amasó la pasta por un largo rato.


Cuando empezó a llover, los dos bloques de explosivo ya se encontraban totalmente sólidos.

Paco estaba frente a la puerta de su apartamento, en bóxers y con las botas que conservó del colegio militar; con los bloques y demás accesorios dentro de una maleta negra con rodachinas.

Se santiguó y salió al pasillo.

Colocó un bloque a cada extremo del marco de la puerta y ahora se dedicaba a colocar camaretas a lo largo del mismo, como si fueran lucecitas de navidad; una cabuya las unía a todas. «¿Quién está afuera?», «Shhh, todo terminará pronto…». De la maleta, sacó una funda de almohada, sucia y desteñida, llena de bolas de papel aluminio arrugado y una caja de fósforos. Sentía cosquillas a lo largo de la espalda y algo de escalofríos; la piel lampiña pegada a los huesos, como la de una gallina de campo recién pelada. Su erección se asomaba por una de las perneras de sus Hanes, los que tenía desde los trece años, y cuyo desgastado elástico apenas se sostenía a sus prominentes huesos de la cadera. Tragó saliva y trató de encender un fósforo; su cabecita de desintegró. Su estufa era eléctrica y no fumaba, los fósforos los había encontrado en uno de los anaqueles de la cocina, donde probablemente los anteriores inquilinos del apartamento los habían dejado. El segundo fósforo sí prendió y le quemó un poquito el dedo. La ansiedad le había provocado un fuerte cólico, por lo que se agachó despacito y, apretando el esfínter para no comprometer el blanco inmaculado de sus Hanes, colocó el fósforo encendido sobre la mecha colectiva de las camaretas y se echó para atrás; cuando las primeras camaretas empezaron a reventar, Paco ya tenía una bola de papel aluminio en su mano derecha, que, dando una jubilosa voltereta de impulso, lanzó con fuerza, apuntando a las bisagras; la bola explotó en una celebración de monedas como perdigones, rebotando por todos lados. Una tras otra, Paco arrojaba las papas bomba, apuntándole a las bisagras. Cuando la tira de camaretas ya iba por la mitad del marco superior, tomó ambos detonadores y, de un brinco, le dio la espalda a la puerta, quedando frente a las escaleras y pudiendo apreciar los rostros despavoridos de una viejita y una niña asomadas desde el piso de arriba, al tiempo que un par de hombres fornidos se apresuraban a subir las escaleras.


Paco apretó los detonadores.

Sintió como si su cuerpo se hubiera querido separar en muchos pedacitos. Sentía los pasos de los hombres que, habiendo rodado escaleras abajo al momento de la explosión, se habían incorporado y subían de nuevo y más aprisa las escaleras. Sentía los pasos, pero no los escuchaba; un pitido fuerte y constante era lo único que sus oídos ahora percibían. La tira de camaretas estaba a punto de llegar a su fin. Paco vio tambalear la puerta dentro del marco despedazado. Emocionado, retomó las papas bomba y empezó a arrojarlas ávidamente, al tiempo que las monedas de su interior salían disparadas a grandes velocidades; una de ellas, dando en el rostro de uno de los hombres que ya había llegado casi al tope de las escaleras (luego se supo que sobrevivió a la lesión, implantándosele una nueva nariz, ortopédica); de nuevo se sintió el rueda-debajo de dos hombres fornidos. Ahora había un perro ladrando entre la viejita y la niña asomadas desde el piso de arriba.

El marco de la puerta terminó de desmoronarse al tiempo que ésta empezaba a derrumbarse, hacia atrás.

Una vez se disipó la nube de polvo de jugos y demás alimentos instantáneos sobre los cuales la enorme puerta se había desplomado, pudo Paco apreciar, a través de las ventanas al otro lado del apartamento baldío, el cielo opaco de otra lluviosa tarde de agosto.


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