jueves, 18 de junio de 2009

En sus zapatos


Por: David Tarazona Callejas


Todavía no sé en dónde o cómo está, aunque lo supongo. En estas líneas trato de seguir su rastro. Recuerdo que el último día que lo vi, se acercaban de nuevo los zapatos que había visto por primera vez aquella tarde frente a la iglesia. Estuvo a punto de levantar la mirada para saber de quién era ese calzado negro pero no pudo, como siempre algo se lo impidió. Ese pinchazo en la parte derecha del pecho, acompañado de una leve falta de aire que se acentúa si deja de mirar al suelo lo impulsó a correr cruzando la avenida, a bajar por la calle del monasterio y a sentarse en la esquina que conduce a aquel lugar desconocido a donde lo llevaron esa última noche.


Al amanecer había hecho lo mismo de todos los días. Observó las botas de color marrón que tienen la punta raspada, las que se encontraba todas las mañanas a las seis en la parada de los colectivos que viajan al norte. Las miró detalladamente, como siempre, disfrutó imaginando a quién pertenecían, por dónde habrían viajado, a dónde irían. Las vio al lado de unas sandalias de tacón que dejaban ver unas uñas cuarteadas pintadas de rojo, que de vez en cuando se movían para no ser pisadas por la cantidad de zapatos que pasaban a su alrededor mientras una voz gritaba que no se colaran, que respetaran la fila. Fijó su mirada con asombro en el caos de pies que se produjo cuando oyó los frenos de otro de esos artefactos que se mueven por medio de gruesas ruedas de caucho.


La noche en que desapareció ya los había visto varias veces cerca a la iglesia, eran bellísimos, punta en forma de trapecio, brillantes, hebilla dorada, suela de madera. Los siguió, como siempre no levantó la mirada, estaba allí, tras ellos, al atardecer, en la hora del crepúsculo, y yo detrás de usted, tras sus pasos, tratando de descifrar sus pensamientos ya que su voz no existe. Llegó al límite entre la ciudad cosmopolita y la ciudad miserable. Los bellos zapatos seguían muy rápido, tras las sombras, detrás de los pies desnudos, sucios, sin rumbo y detenidos sobre el tiempo, sobre el asfalto. Usted no siguió. Los zapatos negros también pararon, se acercaron. Recibió una papeleta. Se devolvió. Paró. Observó sus propios zapatos, uno verde y otro rojo, con varios huecos en la parte de abajo que le hacían sentir el frío. Se sentó. Desenvolvió el papel, sacó el polvo, lo puso en la tapa agujereada de gaseosa que siempre usa. Prendió el fósforo, aspiró, contuvo la respiración, exhaló.


Esa tarde, como siempre, parado en la misma esquina, diagonal a la entrada principal de la biblioteca pública, había pedido monedas a los transeúntes mirando siempre sus zapatos. Vio unos de tacón muy alto, rojos, puntiagudos, parecían muy elegantes, usted trató de acercarse pero se alejaron muy rápido. Otros de cuero negro muy brillante, cuadrados, acompañados de un pantalón de paño azul, se acercó, su propietario sí le dio. La dueña de las zapatillas verdes, suela ancha, cordones sucios, también le arrimó su lástima: un pan. Los mocasines pequeños con el costado pelado se le acercaron, se quedaron unos segundos y salieron corriendo, usted vio sus medias blancas, sus pantorrillas. Sintió hambre, ardor en el estómago, debilidad en las piernas, no le alcanzaba para comprar la papeleta. Quiso que aparecieran los zapatos negros. Se arrinconó donde siempre, y con mucha parsimonia fue acomodando su cabeza sobre el ladrillo mientras se tapaba la cara con una bolsa. El sueño volvió a ser su escape.


Aún no comprendo por qué vivía en la calle. Según averigüé llegó de lejos, del campo, con sus hijos, los mataron, no se sabe quién. Entonces dejó de hablar para siempre, no se bañaba ni se cambiaba de ropa.


Quise acercarme a hablarle pero nunca fui capaz. Lo veía parado en esa esquina y lo único que hacía era arrojarle mi compasión: unas monedas. Después lo observaba durante mucho tiempo y lo seguía hasta ese lugar. Un día vi al de los zapatos negros que tanto le gustaban a usted, estaba hablando con sus compañeros, los de botas negras con pantalones verdes. Nunca me gustó que se fuera tras él, me pareció sospechoso. Si hubiéramos sido amigos le habría dicho que no se acercara al dueño de esos elegantes zapatos negros, que no confiara en él ni en sus regalos.


Esa noche estaba ahí sentado, en ese lugar sórdido en donde los amigos del dueño de los zapatos negros encierran a los que viven en la calle. Supuse que estaría bien, como siempre calmaría su incertidumbre, su apetito. Al regresar no imaginé que sería la última vez que lo vería, la última vez que miraría hacia el piso durante toda una tarde para tratar de entender en qué pensaba. Los zapatos negros se acercaban a los suyos, a los rotos, a los cansados. Cuando prendió el fósforo me fui.


En la tarde había despertado más ansioso que antes. Sacó la tapita de gaseosa, estaba vacía, ni siquiera cenizas en los bordes. Se levantó, pidió monedas para completar lo de la papeleta. Nadie le dio. Recogió un trozo de pan del suelo, escarbó la basura y se comió las sobras de un plato desechable con frijoles y arroz. Solitario, como siempre, se dirigió a la iglesia, esperando que le dieran una moneda, o que aparecieran doblando la esquina esos zapatos negros.


Antes de verlo en la iglesia había pasado frente al lugar en que se encontraba con el dueño de los elegantes zapatos. Me pareció raro ver tan poca gente. Por lo general, a esa hora en que empieza a despuntar la tarde, había decenas de personas sentadas a lo largo de la calle cerrada aspirando en sus pulmones un poco de vida, un poco de muerte, de dolor. Seguí de largo y lo vi cerca a la iglesia. Estaba sentado en el andén que queda frente a esa universidad privada en la que también acostumbraba pedir. Le entregué tres panes y un pedazo de salchichón que había llevado especialmente para usted. Miró detenidamente mis pies calzados con los mismos zapatos deportivos de siempre. Sus manos temblaban. Lo vi desesperado, más que de costumbre. Tenía la apariencia de un agonizante torturado por el Santo Oficio, las piernas trémulas sobre el asfalto.


Cuando siguió los zapatos negros se tambaleó, empujó a los transeúntes y pisó sus pies. Nunca antes lo había visto haciendo eso. Pisó los cuadrados con hebilla cruzada, pasó sin ningún cuidado sobre los azules con gris que han recorrido tantos caminos, se cruzó sin darse cuenta con las botas negras de pantalón verde, luego con las botas negras de pantalón verde, después con otras botas negras de pantalón verde. Se sentó, prendió el fósforo, aspiró, contuvo la respiración, exhaló. Me fui. Supongo que después por fin se dio cuenta de que estaba rodeado únicamente por botas negras, pantalones verdes y pantalones negros. Se estrelló contra el suelo después de sentir en la cabeza un golpe seco. Quería gritar pero no pudo. Quería levantar la cabeza. Lo último que vio fue unos zapatos negros que le golpeaban la cara mientras un frío tremebundo nacía para siempre bajo su vientre.



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