martes, 23 de junio de 2009

Luego vendrá el silencio


Por: Gabriel Umaña


Había atravesado el amor y su infierno;

ahora se peinaba delante del espejo,

por un momento sin ningún mundo en el corazón.

Clarice Lispector

I

Esta noche, la 135, compartirán la cena. Ella traerá la comida desde su casa, pues hoy, día de su cumpleaños número dieciséis, prefiere comer en compañía de él antes que soportar una perorata más de su padre, quien nunca logró apartarse de la testarudez que le dejó la vida militar.

Al dar las ocho, ella tocará la puerta. Él tratará sin éxito de acomodar su pelo ensortijado, mientras se dirige a la entrada del apartamento. Serán cinco los pasos y dos vueltas de llave los que le permitirán verse reflejado en el brillo de los lentes que se interponen entre su mirada y los ojos de ella.

A diferencia de las ocasiones anteriores ella irá más lejos esta noche. Luego de saludarlo de mano –como ya es costumbre–, le estampará un beso en la mejilla. Ante esta nueva circunstancia, él permanecerá inmóvil por algunos segundos, absorto por el roce de aquellos labios. Acto seguido llegará para ella el estremecimiento, la sonrisa avergonzada y ese rosa tenue de sus pómulos que tanto encanto le confiere.

Cuando ella la sirva, la comida aún estará caliente. Él sacará de la nevera la caja con el vino que sobró de la noche anterior. El choque de los cristales dará inicio al ritual de la cena. Ella será la primera en llevarse a la boca una discreta porción de espagueti. Él la seguirá, privilegiando el segmento de su plato donde el queso se ha acumulado. Mientras comen, permanecerán en silencio, pero sus miradas hablarán en reemplazo de sus bocas.

II

Vendrán a la mente masculina los recuerdos de aquellos dulces sueños en los que un ejército de diminutas criaturas se apodera de su cama, haciendo de su cuerpo material de suministro.

El imponente amasijo de bichos pululará por doquier, enterrando sus fauces en la piel blanquecina del hombre que los sueña. Las ronchas, distribuidas por todas partes serán una sórdida cicatriz de guerra.

Ante la molestia producida por las picaduras, el hombre se revolcará entre las cobijas. Inconsciente, será presa de la tentación de rascarse y someterá la piel a la acción de sus uñas. Las erupciones acrecentarán esa contradictoria sensación de placer que tendrá rostro de mujer joven.

Cuando la luz regrese a sus ojos, estará sentado en la mesa, compartiendo la cena con ella.

III

Luego de lavar los trastos y de arrojar a la basura la caja de vino, la tensión será inocultable. Ella se quitará las gafas y dejará expuesto el verde de sus ojos en contraste con el amarillo flama de las velas y el rojo zanahoria de su cabello. Enceguecido por el efecto multicolor de la imagen, temblando, la tomará de la mano y sin pronunciar palabra la conducirá hasta su habitación.

Una vez adentro, ella notará la tenue luminosidad que se filtra por la ventana protegida por el velo de una cortina. En las paredes habrá varias imágenes fotográficas de personas que la miopía no le permitirá reconocer. Por la ausencia de los lentes todo le será borroso y el hombre le parecerá más joven, pues sus líneas de expresión serán imperceptibles fundidas en una sola mancha con el resto de su cara.

Él, sin soltarla de la mano, la invitará a sentarse en la cama. Ambos experimentarán una comezón subiendo por sus piernas. Ella lo asumirá como un reflejo de su nerviosismo y tratará de secar el sudor de sus manos con la sábana. Él la tranquilizará besándola en la frente, provocando otra vez su sonrisa.

IV

Ofrendado en banquete a sus hambrientos inquilinos, el hombre resignará sus impulsos y se abrazará a la masa que los conforma. Unidas por lo primitivo, las oníricas bestias se vestirán de mujer de ojos claros.

La conjunción de sus carnes servirá de molde para ese trasero flácido en el que sus manos encontrarán delirante placer. Los aguijones serán labios y las barrigas –atiborradas de sangre– pezones erectos.

La confluencia de imágenes y sensaciones se mezclará con la voz de la mujer que, cariñosa, le ofrecerá un pedazo de barra de chocolate que ha llevado para el postre. Él volverá a la realidad atrapada en su cuarto. Estará sentado frente a ella, con sus manos entre las suyas, mirándola a los ojos.

V

Pese al escozor que habrá llegado a su espalda, ella se dejará llevar. Él la tomará entonces por los hombros y terminarán unidos en un beso. Será el primero para ella, irresistible abismo ante el que su cuerpo duda.

Para ese momento las palabras se harán innecesarias. Tres besos en la boca. Labios deslizándose por el cuello. Ronchas surgiendo por todas partes. Una respiración entrecortada, frente a otra que crecerá en intensidad. Un choque involuntario de dientes. Las uñas aferrándose a la piel ajena.

Será la mujer quien tome la iniciativa y de un solo jalón le quite la camisa. El torso desnudo del hombre, lleno de picaduras, estará expuesto frente a ella, quien decidirá acariciarlo pasando sus manos sudorosas por los brazos y el pecho, hasta posarse en la espalda. Este gesto será respondido por él, sin otra opción a la de hacer lo propio. Entonces los senos de ella, pequeños y endurecidos, brincarán al librarse de la atadura del sostén.

VI

Sobre las diez de la noche, el ajetreo parecerá irreversible. Sin embargo, él recobrará la cordura cuando perciba en el rostro femenino una expresión desfigurada: el deseo. La tomará por el cuello y casi sin darse cuenta le quitará la vida en medio de un pataleo que no durará más de dos minutos.

Su mirada se ocupará de las formas básicas del cuerpo inerte. Le parecerá encantador su pecho salpicado de pecas, su piel blanca semitransparente, sus manos amoratadas y ese naranja degradado de sus vellos.

Terminará de desnudarla y recorrerá cada una de sus partes, descubriendo sus aromas más íntimos. La hará suya en señal de respeto, de la misma forma en que su padre lo hizo con su madre.

Luego vendrá el silencio y regresará la comezón.


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