lunes, 20 de julio de 2009

Catica minina


Por: Sonia Blanco Reyes


¡Qué rico como Catalina le apretaba el culo! Pero lo mejor era cuando le enterraba las uñas en las nalgas, parecía una gatita afilando sus garras en el tronco de un árbol. Entonces cada dedo se convertía en una aguja que lo perforaba y le recordaba quién era la que mandaba. Pero si tenía alguna duda, ella le respondía con un arañazo que le marcaba la piel desde la nuca hasta el cóccix.

—Abre los ojos.

—No, Catica. Un rasguñito más.

—¡Que abras los ojos! —le ordenó la vocecita.

Y al abrirlos se encontró con el despertador de la mesa de noche, que marcaba las tres y tres de la madrugada. Ya en ese punto la imagen de Catalina y de sus manos inquietas y felinas se había desvanecido. Sólo quedaba como evidencia de su fugaz existencia una parola monumental que sobresalía debajo de la cobija.

Cata era una malparida hasta en sueños, pensó. ¿Cómo era posible que lo despertara en la mejor parte? Aunque así era ella: mala, rica, calienta huevos, calienta cucas y calienta a todos.

Ahora lo importante era terminar lo empezado y comerse a ese bomboncito, antes de que el reloj timbrara a las cinco de la mañana. Cerró los ojos y los apretó con la esperanza de sumergirse rápidamente en el sueño. Sin embargo, éste se negaba a atender su llamado.

—¡Mierda! —Dijo mirando al techo— Necesito dormir ya.

Lo mejor era intentar una nueva posición. Probó del lado derecho, del izquierdo, bocabajo, todo cubierto y, sin proponérselo, hasta asfixiado. Cuando menos se dio cuenta estaba enredado en las cobijas, acalorado y con la sábana en el cuello, a punto de estrangularlo. Urgía un plan b.

—¡Ovejas!¡Contar ovejas!

Una salta la cerca; dos tiene los ojos almendrados; tres con cara de gatita; cuatro, ¿Catalina?; cinco, ¡vestida de porrista!; seis, ¿a quién engaño?, estoy despierto. Y soñar despierto no tiene gracia. Eso de ver y no tocar es una pendejada. Además, ya había tenido suficiente con las películas porno que le había sacado a su papá. Él quería sentir a Cata, a esa hembra que lo había estremecido en lo más profundo de su sueño.

Cuatro y tres minutos. Ya había pasado una hora y nada que se la comía. Solo le quedaban 57 minutos y así le tocara recurrir a las gotas de valeriana de su abuela, dormiría.

Descalzo, caminó hasta el fondo del pasillo sin hacer el menor ruido. Lentamente abrió la puerta y sobre la mesa de noche estaba el preciado frasco de su nona. Con el botín en la mano fue a la cocina y leyó la etiqueta: veinte gotas para relajarse o cuarenta para dormir.

—¡Facilísimo! Catica minina ya nos vemos.

Inclinó el frasco y como si fuera a bautizar su lengua con el elixir de la pasión, esperó con ansia a que cayera la primera gota. En menos de un segundo el sabor extremadamente amargo se mezcló con un aroma a hierbas podridas. Sus ojos se pusieron vidriosos y la nariz se le llenó de mocos aguados que bajaban con rapidez a la boca. Lo peor era ese deseo de vomitar que le punzaba el vientre.

—¡Esto es inmundo!

Pero no tenía opción: ese menjurje era su único pasaje a la gloria. Él, mejor que nadie, sabía que en la vida real Catalina nunca se lo iba a dar. No era el más popular, no tenía plata, ni pinta, ni carro, ni nada. Sólo era otro del montón en décimo A.

Por eso debía actuar rápido. Mezcló cocacola con sesenta gotas de valeriana, para estar seguro de su efecto adormecedor y esperó. Pasados unos minutos sus músculos comenzaron a relajarse y una sensación extraña le invadió el pecho.

Quería reírse mucho y de todo. Y así lo hizo, pero se tapó la boca para que no escucharan en la casa sus carcajadas. Esto era mejor que la marihuana, pensó. Ya entendía por qué su abuela parecía feliz todos los días: era una viciosa, una adicta a la valeriana.

¿Y Cata? ¿Qué iba a hacer con Cata? Ahora tenía ganas de todo, menos de dormir. Aunque en medio de su viaje narcótico algo tenía claro: quería y tenía que comérsela. Tanto esfuerzo no podía ser en vano.

Fue al estudio y cogió las revistas de su mamá y empezó a recortar a las modelos por partes. Piernas, tetas, culos, caras, cabellos, torsos y brazos llenaron todo el piso, hasta armar un inmenso rompecabezas de trozos humanos. Luego, seleccionó entre ese collage de carne lo que más se aproximaba a Catalina.

Con la mujer despedazada se dirigió a la cocina y allí la pegó con arequipe. Suavemente deslizó su lengua sobre ella y la lamió, la disfrutó, la besó. La recorrió de cabeza a pies y se detuvo en su sexo dulce. Lo único que le faltaba era sentir esa vocecita ronroneándole al oído.

La miró por última vez a los ojos y con sus manos la llevó a su boca y la masticó lento. Solo pensar que la tenía completa sobre su lengua lo excitaba al extremo. Al terminar se chupó los dedos y sonrió. Era un caníbal feliz.



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