martes, 26 de mayo de 2009

Pecaminoso


Por: William Cuevas


Observé al paciente y noté un detalle del que no me había percatado antes: era sacerdote, o por lo menos usaba cuello clerical. Proseguí con la evaluación pero, luego de un rato, percibí que no podía quitarle los ojos de encima. Un creciente nerviosismo se apoderó de mí.


Tenía facciones finas, ojos verdes y manos delicadas que no conocían el trabajo. Su cuerpo, aunque alto, tenía algo de enclenque y a pesar de eso me encantaba. Al verlo sonreír ligeramente, mi nerviosismo se volvió ardor carnal. Imaginé su santa boca haciendo diabluras.


—Listo, ya terminamos —dije con dificultad.

—La próxima semana vengo por los resultados.

—Espere —dije—, ¿me recuerda su edad?

No podía dejarlo ir. No iba a dejarlo ir.

—Treinta y tres —contestó.

¡Los mismos de Cristo!, pensé.

—Espere —dije, y mi voz se quebró. Agregué—: Quisiera pedirle un favor.

—¿Qué sería?

—Confiéseme.

[silencio]

—Este no es el lugar adecuado —contestó, incómodo.

—Por favor, lo necesito. Siéntese y confiéseme.

El ministro, resignado, se sentó de nuevo. Entretanto me levanté y puse seguro a la puerta.

—¿Recuerda usted el procedimiento de la confesión?

—No muy bien, realmente.

—Es fundamental el arrepentimiento, por lo que es necesario hacer una profunda reflexión y un acto de contrición.

—Sinceramente no estoy arrepentido.

—Entonces esto no tiene caso —dijo. Hizo ademán de irse.

—¡No! Siéntese por favor y escúcheme.

—¿Acaso no me comprendió?

—Quien no me ha comprendido es usted, necesito confesarme, es perentorio para mí.

—¿Hace cuánto no lo hace? —Preguntó, resignado ante mi terquedad.

—Como diez años.

—Debe tener varios pecados.

—Sólo tengo uno que deseo revelar.

—¿Cuál?

—Estoy teniendo pensamientos pecaminosos con usted, padre.


Su gesto de sorpresa fue sencillamente delicioso. Los ojos muy abiertos, esa boca celestial tratando de articular palabra. Las manos nerviosas jugueteando con un anillo que era un símbolo de Cristo.


—Espero que mi penitencia sea placentera para ambos. Muero por arrodillarme —dije.

Ante esa insinuación, se levantó y, turbado como estaba, intentó abrir la puerta.

—¡No! —Clamé.


Se detuvo. Me levanté y me paré frente a él, me acerqué hasta el punto de fusionar el aliento de nuestras bocas jadeantes. Acerté a poner una mano temblorosa sobre su rostro y quise besarlo, quise consumar aquel sacrilegio divino.


—¡No! —Gritó.

Me detuve.

—No quiero… no puedo —dijo, mientras miraba al suelo. Me apartó bruscamente y salió, dejando atrás un portazo, y sus gafas.


Momentos después se abrió la puerta. Era una simple colega. Me encontró de pie, con claros signos de nerviosismo.

—¿Qué pasó? Ese cura salió muy alterado.

—No lo sé —dije—. Los caminos de Dios son misteriosos.


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