martes, 26 de mayo de 2009

Don "A"


Por: Lina Vanegas


Señor “A”:

Le parecerá raro encontrar esta carta en su escritorio y ya se habrá adelantado hasta la firma para confirmar el remitente. Sin embargo, intuyo que ha quedado en las mismas. Lo que pasa es que no me gusta firmar con sobrenombres y menos con el despreciable “la bobita”. Sí, “la bobita”, “la tonta” (o tontina, dependiendo del favor), “la nalguichupada” o “la barrigona”. No sé cuál fue primero o si todos fueron al tiempo, pero se trata de mí, don “A”. ¿O prefiere que le diga “elviejoverde” para llamarnos cada cual por su respectivo apodo?
(Quédese tranquilo que no le robé un peso. El desorden se formó por tratar de buscar un verraco esfero que no encontré. Cogí su máquina, como se habrá dado cuenta.)


Como le venía diciendo, resulté más avispada de lo que usted pensaba y esta mañana decidí largarme de aquí. Ya me imagino sus maldiciones que irán desde desagradecida en adelante, pero, con todo el respeto, a un viejo como usted no se lo aguanta nadie. El curso de inglés, el costurero, la ropa y uno que otro viajecito han sido buenos regalos (por eso no fui capaz de ponerle la cara). Pero entiéndame, don “A”, no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.


No sé cómo lanzarle el primer tramacazo para que no le duela tanto, pero como cuando lea esto yo ya debo ir lejos, se lo digo así no más: usted es un mal polvo, un pésimo catre, el sexo más aburrido de Bogotá, es que ni regalado me lo como. ¿A quién se le ocurre encaramársele a una mujer como si se tratara de un palo de mango y penetrarla durante interminables horas para hacerse el poderoso? Sin ofender don “A”, pero hay que tener una habilidad especial para ser así de malo en la cama. Tengo que confesar que muchas noches, cuando llegaba tambaleándose de la rasca, se comió fue al Nelson que siempre le tuvo muchas ganas y, sobre todo, unas nalgas muy dispuestas. (No ponga esa cara que usted nunca se quejó.)


Cuando descubrí el poder del culo del Nelson creí tener la solución en mis manos, pero luego vino lo peor: sus insoportables ronquidos, los mocos que catapultaba hasta cualquier pared, la crema de dientes espichada por la mitad, los orines esparcidos en el baño, el mal aliento del domingo por la mañana y los pedos entre las cobijas. Especialmente eso, los pedos entre las cobijas.


Señor “A”, doña Ester, que en paz descanse, me pidió que lo cuidara hasta el día de su muerte y yo acepté porque usted bien sabe lo buena madrina que fue. Pero, a decir verdad, la cuestión estaba demorándose más de lo humanamente aguantable por lo que decidí adelantar la cláusula a la brava.
(Espero que el juguito de piña, junto a la carta, no le haya parecido muy amargo.)
Saludes a doña Ester y dígale que perdone.
María Eugenia

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