miércoles, 20 de mayo de 2009

Amor de telenovela

Por: Pablo Estrada


Usualmente escogía al sujeto de su predilección entre un minúsculo grupo de candidatos y ella misma se encargaba de la proposición. No era tonta, tampoco muy lista que digamos. Tenía un cuerpo atractivo y eso facilitaba las cosas. Le gustaba ir a la cama, no precisamente para dormir. Era de estatura mediana, delgada e impuntual. No solía hacer escenas ni cumplir todas sus citas. Nunca lloriqueaba o hacía aspavientos. Fingía ser fuerte: no exteriorizaba sus miedos ni aprensiones. No consideraba el pasado como tiempo perdido ni el futuro como una posibilidad inalcanzable. Se fijaba poco en los nombres y las direcciones. Era atemperada, parsimoniosa y austera en sus ademanes. Su mayor virtud, la apatía.


Desde que había entrado a la universidad ya no titubeaba ni tenía inhibición alguna. Y eso que un profesor le había dicho que no hay erotismo sin tabúes antes de sodomizarla, y otro trató de explicarle que Freud había demostrado que todas las cosas son susceptibles de adquirir un significado erótico mientras le pedía que se masturbara con un objeto plástico. Se había vuelto más práctica, si se puede. No desperdiciaba el tiempo, decía apenas lo estrictamente necesario.


Y a pesar de todo ello, se enamoró de un mal fotógrafo que solamente retrataba esquinas y cuyo hobby era coleccionar cuanto papel le entregaban en la calle.

En una época de vacas flacas que tuvo, ella fue repartidora en patines de tarjetitas y volantes.

Fue así como se conocieron.


Un día que se estaba quitando el uniforme –un vestidito blanco y rosa de una sola pieza–, como no usaba sostén, cuando el supervisor la descubrió así y habiendo visto hacía menos de media hora Gustosa del calor bestial, se le aventó, creyendo que iba a poder montarla así no más como en las películas porno. Ella lo empujó y le arrojó lo que tenía más a mano: uno de los patines, dándole justo en las partes. Luego de eso perdió su empleo.


Aprovechó sus días libres para ver Le Fabuleux destin d'Amélie Poulain e ir a buscar al fotógrafo: él le había dejado anotados sus datos. Su caligrafía era refinada y había escrito con una pluma de color verde.


La primera vez que lo hicieron fue en un prado con espigas. A un lado había un montículo de paja y al otro un árbol seco de ramas quebradizas. De una de éstas colgaba un capullo. Él le habló a ella de la crisálida, el gusano y la mariposa. Ella le comentó que conocía la naturaleza gracias a los especiales de la National Geographic. Se despidieron y no volvieron a verse por un tiempo.


Y ésa es la historia de lo más parecido a un romance de melodrama francés que conozco. Por lo menos no era un amor de telenovela. Era como de película rosa que se tiñe de carmesí, escarlata o llanamente rojo…


Eso es todo lo que sé: todo lo que ella me ha dicho.

Eso y que le había parecido haberlo visto unos días después en un lugar que no recordaba cómo se llamaba. Le pregunté dónde quedaba. Tampoco sabía. Indagué más hasta descubrir qué sitio era. Lo conozco, yo he estado ahí. De hecho ahora mismo estoy aquí. Y le he pedido a ella que nos veamos en este lugar.


Precisamente ahora que ella me ha visto, viene y me saluda. Me cuenta apartes de lo que le ha sucedido últimamente. Casi siempre enhebra en sus sucintas pláticas conmigo alguna que otra revelación de sus intimidades, como si tal cosa. Más que un confidente, me siento un confesor escuchando la relación de sus deslices que se mezcla con esa especie de lista de compras futuras de las cosas que planea tener alguna vez.


La escucho, la interrumpo, le digo lo que pienso, lo que siento, lo que no entiendo. Ella no me explica ni me aclara mayor cosa. No agrega más. Termina su Pall Mall y se marcha. Bebo mi último sorbo de Coca-Cola y salgo. Me espera afuera.


Cuando estoy a su lado comienza a caminar. Andamos un tramo en silencio. Anuncia que tiene algo que decirme, entonces advierto que he olvidado en el lugar donde estábamos la bufanda a cuadros que me regaló papá.


Regreso. Ahí está, la recupero y me la pongo. Al salir observo mi reflejo en una vitrina y descubro que soy yo, es decir soy él: su fotógrafo.


El siguiente encuentro fue casual.

—Creí que no volvería a verte, ¿dónde has estado?

—…

—Bueno, y… ¿Cómo te ha ido? ¿Cuánto ha pasado desde la última vez que nos vimos? Y en todo caso, parece que fue ayer cuando te vi por primera vez con tu vestidito rosa y esos aparatosos patines. ¿Cómo iba a olvidar ese día? ¿Sabes? Alguna vez escuché a alguien decir que emplear bien el tiempo es tan raro: no se da con frecuencia. Creo que fuiste tú quien lo dijo. Y tienes toda la razón. Yo, por ejemplo, podría hablar y hablar y hablar sin parar hasta morirme pero creo que sólo malgastaría el aliento… Podría hablar de fotografías y libros, de libros de fotografía y fotografías de libros o de las categorías estéticas, lo bello y lo feo, la reproductividad técnica, el psicoanálisis del arte, la relación estilística entre Renoir y Hopper, de Chopin o Schubert, de los mejores museos del mundo, de las iglesias más antiguas de Francia y Alemania, de mis escasas experiencias con los alucinógenos, de aprender a conducir o a tocar la guitarra, de la mujer de Lot o la de Orfeo… Podría decir que lo que tengo en frente (o sea a ti) es valioso por sí mismo, porque no anhela trascender y yo soy de los que disfruta de lo que hay: los pregones de los vendedores en la calle, los gestos de la gente cuando hace la fila del cine o del banco o del supermercado, el aroma del café recalentado y el sabor de las frutas deshidratadas, los atardeceres de esta ciudad, el bienestar que dan los sillones cómodos, la espera en el teatro para ver una obra que no vale la pena, los nombres que no tienen el menor significado, la diversidad de lo que parece igual a todo lo demás, la comida thai, la música de piano, la barra libre en el bar. Y ahora mismo acabo de recordar algo aparentemente muy elemental que leí sobre…


Con un beso en los labios ella le interrumpió. Y lo que hubo enseguida fue un ilusorio silencio acompasado por los tenues sonidos de las bocas en contienda o comunión: da lo mismo, el ruido del tráfico lejano y la canción “Free falling” de Tom Petty que provenía de algún punto incierto y que a ambos les recordaba Jerry Maguire, película cuyo título ella revolvía en la memoria con el de un par de comedias románticas americanas.


Tras su reencuentro se han ido lejos de la ciudad y ahora corren como animales salvajes por la pradera, juegan como bebés en la playa, se lanzan desnudos y vuelan como angelitos barrocos en su caída al agua de un remanso que han descubierto casualmente. Hacen una muy buena pareja. Pronto regresarán a la ciudad y pasarán un tiempo juntos hasta que comiencen a hartarse uno del otro y sean incapaces de cambiar la manera de ser de cada uno y eso exaspere al otro y un día ella se vaya y vuelva a ser como solía serlo antes de dejar de serlo mientras estaba al lado de él y olvide hasta su nombre y no conserve ni una sola de las fotografías que él le hizo ni recuerde alguna de las historias color rosa o color rojo que él solía inventar luego de que hacían el amor por tercera o cuarta vez y él no encuentre a nadie como ella y se mire al espejo y se cuente una y otra vez la misma historia de amor roto mientras apura un trago y borra la última de sus fotografías.


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