lunes, 27 de abril de 2009

Un desconocido


Por: Carolina Cárdenas Jiménez


Miró a su alrededor tratando de comprender dónde se encontraba. Cada una de las cosas que lo rodeaban le era desconocida. Al ver la cama en la que había dormido sintió temor y se arrinconó en una esquina de la habitación. Se golpeó la cabeza una y otra vez, se jaló el pelo y trató de recordar cómo se llamaba, por qué estaba allí y, lo más importante, quién era. «¿Acaso no existo? Si es así, ¿por qué todos los objetos que me rodean son tan reales, sus colores y sus formas tan nítidos?»


Timbró el teléfono y al querer levantar el auricular la mano no le respondió. No podía creer que no hubiese sido capaz de hacer algo tan insignificante ¿Qué pasaba con él? ¿Por qué no recordaba nada? ¿Por qué su cuerpo no había respondido? Quería golpear el aparato, destruirlo, demostrarle quién mandaba. Se fijó que en la pared, con algo que aparentaba ser tinta roja, estaba escrito el fragmento de un texto:


…pues la enfermedad psíquica de Haller es –hoy lo sé– no la quimera de un sólo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que Haller pertenece, enfermedad de la cual no son atacadas sólo las personas débiles o inferiores, sino precisamente las fuertes, las espirituales, las de más talento.


¿Quién escribió eso? ¿Qué quería decir? Leyó y releyó tratando de comprender su significado, aunque no entendía qué tendrían que ver aquellas palabras con él, con su no recordarse a sí mismo. En el fondo sabía que no podía separarse de ellas, que debía quedarse allí, porque tal vez en algún momento le mostrarían que no comprendería nada de su vida. Así que se acostó al lado de la pared, hasta olvidar la razón por la que estaba allí.


Al darse cuenta de que quedándose ahí no iba a resolver nada, se levantó y se dirigió al primer piso. Todo estaba cubierto de polvo e invadido de telarañas. No cabía duda de que eran las arañas las nuevas inquilinas de aquel lugar. Al lado de una réplica del Saturno de Goya, descubrió otro fragmento:


El lobo, toda la vida humana no es sino un tremendo error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal, un ensayo horriblemente desafortunado de la naturaleza.


Aquella frase no eran simples palabras, era una sentencia. ¿Acaso la vida de él era un error, algo horrible de la naturaleza? Empezó a sentir miedo de sí mismo y pensó que había escrito esto en algún momento para recordar, tal vez, quién era. Esta frase, junto con la primera, le hizo creer que él era una equivocación, un engendro de la naturaleza. Pensó en voz alta: «Seguro he olvidado lo pasado y lo que soy, porque mi espíritu evita recordarlo… es algo de lo cual tal vez es mejor escapar… tal vez estoy aquí encerrado en esta casa huyendo de lo que hice, pero, ¿qué pude haber hecho para no recordar quién soy?… es posible que… ¡No! No puede ser…»


Una mosca peluda y verdusca revoleteó a su alrededor. La espantó pero siguió allí como si él nada pudiera hacer para que se alejara. Sintió la necesidad de tomar un vaso de agua. Al llegar a la cocina se dio cuenta de que había cientos de moscas, unas volando, otras en las baldosas blancas del piso y sobre la comida descompuesta, también en el lavaplatos, la loza, la estufa y colgadas del techo. Las moscas se movían por todos lados, y aunque trataba de espantarlas, de echarlas con sus brazos, con sus gritos, seguían allí, como si nada. Al lado de la basura vio algo que lo hizo retroceder… otro fragmento. Esta vez notó que, al igual que los anteriores, estaba escrito con sangre:


Nunca como en esta hora me parecía que me había hecho tanto daño la mera causa de tener que vivir…


Estaba seguro de que era su letra, para confirmarlo trató de acariciarla con las yemas de sus dedos.


Si no estaba herido, entonces ¿de quién era toda esa sangre? Aunque empezaba a recordar cuál era su nombre, cuántos años tenía, los rostros de sus parientes más cercanos, en qué había estado trabajando durante varios años y que los fragmentos de las paredes los había leído antes en las novelas de Hermann Hesse, no le llegaba a la mente el instante en que la casa había dejado de ser un lugar limpio y cómodo para convertirse en un basurero, en una carnicería ¿Quién era el responsable de todo ese desorden?, ¿acaso él, que en un estado de demencia había asesinado a alguien?, ¿a su mejor amigo?, ¿o a algún desconocido? Recordó que nunca había sido violento ni agresivo con nadie, que la única persona que lo visitaba era su madre cuando él cumplía años, y que el hombre con el que tenía un romance desde hacía tiempo, jamás fue a su casa porque, a pesar de sus ruegos, no lo había invitado. Aunque en sus recuerdos muchas cosas habían empezado a esclarecerse, la más importante no: quién era.


Golpearon a la puerta bruscamente valiéndose de puños y palazos. Quiso abrir, pero una fuerza incomprensible se lo impidió. Retrocedió unos pasos, quedándose ensimismado. Empezó a creer que todo era un mal sueño y que su situación se solucionaría al despertarse, pero si era así ¿por qué los golpes en la puerta sonaban tan reales? Además, nada de lo que lo rodeaba aparentaba ser falso. Los golpes no dejaron de sonar durante más de cuarenta minutos, unas veces muy suave y otras con violenta desesperación. Escuchó la voz de una mujer mayor, al otro lado, llamándolo por su nombre. No pudo abrir ni pedir auxilio porque la voz no le salió. Lo último que la mujer dijo antes de irse fue: «Sé que estás allí, porque te he escuchado llorar.»


Cuando oyó aquellas palabras no sabía si alegrarse o sentir miedo. Eso significaba que no estaba soñando. Era posible que estuviera loco, que su realidad no fuera esa. No recordaba haber llorado hacía muchos años. Sólo sabía que en el pasado trabajaba en una oficina y que llevaba una vida cómoda y sin problemas. No sabía en qué momento su casa, que recordaba limpia y organizada, se había convertido en un muladar.


Caminando de nuevo por la sala pensó que aquella voz le parecía conocida, de inmediato la asoció con su madre. Pero, ¿por qué había ido a buscarlo si ella sólo lo visitaba el día de su cumpleaños? Su intuición le decía que hacía varios meses había cumplido años. Se dio cuenta de que la desaparición de sus recuerdos se remontaba a esa fecha.


Perturbado por las manchas de sangre y la suciedad, decidió limpiar la casa. Se dirigió al patio a buscar jabón, escoba y trapero. En un extremo de la pared vio otro fragmento escrito con la misma sustancia de los anteriores y en el piso un dedo. Leyó el texto mientras lloraba:


No tenemos una voluntad libre, aunque el párroco haga como si así fuera.


¿De quién era ese dedo? Se miró las manos: estaban bien. Recorrió la casa, temeroso por lo que pudiese descubrir. Ahora no sólo la cocina estaba atestada de moscas, sino toda la casa. Aunque esto era preocupante, sólo era cuestión de limpiar y desaparecerían.


Miró hacía el cuarto de ropas y fue consciente de que era el único lugar que le faltaba por revisar. La puerta estaba entrecerrada. La misma fuerza de antes le impidió entrar. Esta fuerza no estaba fuera de él, sino en su interior. Al mirar con atención descubrió una mano mutilada, un cuerpo, cubierto de moscas… Por fin, después de tanto luchar contra sí mismo y sus demonios traspasó la puerta. No era una pesadilla, había un cadáver en su casa. Sobre el piso, junto al cuerpo, un último fragmento:


Los suicidas se nos ofrecen como los atacados del sentimiento de la individualidad.


Al reconocer en ese cadáver desfigurado su piel, sus uñas, su nariz, su pelo y su mirada, se dejó caer al lado de ese que ya no era su cuerpo. Permitió que las moscas volaran sobre él, tocó sin asco aquella piel y comprendió de qué se trataba todo.






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