martes, 12 de mayo de 2009

La espera


Por: Laura Valbuena

Una historia en tres punto cuarenta y cinco segundos

El rock de tu rock, complicado como siempre, en unos recuerdos míos que confundían la histeria, que destruían ausencias; eran las 3 y 45 y nada que llegabas, las tres y cuarenta y seis y nada, las tres y cuatro siete y aún no sucedía nada; las nubes eran grises, el granizo empezó a caer, yo me quedé sentada debajo del paradero, poco a poco quedé totalmente mojada y golpeada, por la fuerza divina del cielo, el asco de la ciudad y lágrimas que se me escapaban. Las seis y cuarenta y cinco y la maldita ciudad por fin se apaciguaba, sin lluvia, pero aún letal, como las calles. Las seis y cuarenta y siete y vino una chica que me ofreció un cigarro, las seis y cuatro ocho: encendí el cigarro. Las seis y cuarenta y nueve y la chica me preguntó mi nombre. Las siete y cuarenta y cinco: empecé a toser. Las siete y cuarenta y seis y la chica me dijo que se iría, las siete y cuarenta y siete: la chica me miraba fijamente, a las siete y cuatro ocho se acercó y me besó; las siete y cuatro nueve y aún no se iba. Las ocho y cuarenta y cinco y yo recordaba una canción de salsa. Las ocho y cuarenta y seis y nada que vos llegabas, las ocho y cuarenta y siete y un bus se estrelló con el semáforo. Las ocho y cuarenta y ocho y la chica aún no se iba, a las ocho y cuarenta y nueve me preguntó ¿a quién esperas?

Las nueve y cuarenta y cinco y los ebrios empezaban a salir. A las nueve y cuarenta y seis la chica me rogó por última vez: Vente conmigo, sino te va a matar el frío. Las nueve y cuarenta y siete, aún no se me secaba la ropa. Las nueve y cuatro ocho, un viento que vino de los infiernos me congeló los huesos; las diez y cuarenta y cinco y la chica volvió a besarme. A las diez y cuarenta y seis la chica me dijo adiós; las diez y cuarenta y siete, la chica se subió a un bus urbano. Las diez y cuarenta y ocho: un niño se sentó a mi lado a mirarme fijamente.

Las diez y cuarenta y nueve y vos seguías sin aparecer, a las once y 45 la ciudad ya me parecía fantasma. Las once y 46 y ya los miedos empezaban a pertenecer, las once y 47 y me dio hambre, las once y 48 y las putas empezaron a salir, las once y 49 y se me acercó un travesti a decirme: ¿Dulzura y qué hacés por acá tan tarde? Las 12 y 45 y las putas se sentaron a mi alrededor, las 12 y cuatro seis y la más joven me vio desde lo lejos fijamente. Las 12 y cuatro 7 y empezaron a llegar los clientes así que todas se fueron. Las 12 y cuarenta y ocho y la más joven me seguía mirando a lo lejos. Una y media de la mañana y nada que te daba la gana de aparecer, a la una y cuarenta y cinco empecé a perder la cordura, las y cuarenta y seis y Demencia tuvo su espléndida aparición, las y cuarenta y ocho y empecé a temblar, las y cuatro 9 y me enterré las uñas.

A las 2:45 llovió de nuevo granizo. Las 2 y 46 y esta vez el hielo venía a velocidad de bala. 2:47, el agua se empieza a escurrir de mi cabeza, de mis mejillas, mezclándose con la sangre de las heridas. 2 y cuatro ocho, levanté el rostro hacia el cielo, donde muy fiel me seguía esperando el Cinturón de Orión, tan fiel como yo contigo, con esa quietud molesta y tortuosa, con esa oscuridad alrededor que aterrorizaría cobardes.

Finalmente las 3 y cuarenta y dos de la mañana, ya la muerte me seducía. Las tres y cuarenta y tres y vi la horrífica sonrisa de su espectro, las tres y cuarenta y cuatro y ya la ciudad estaba muerta, más inerte que yo. Las TRES y CUARENTA Y CUATRO, con CINCUENTA Y NUEVE SEGUNDOS, ya era hora que en serio hubieras llegado. Porque sí, porque no y porque tal vez, fueron las tres y cuarenta y cinco. Y llegaste. Como una alucinación, incluso como un espectro o tal vez por designio divino.
—Hola —dijiste.
—Hola —dije yo, que a pesar de lo que todos habían creído, si sabía hablar.
—¿Si ves? Soy puntual —terminaste.
—Si veo —terminé yo.
Entonces nos miramos, en medio de esa ciudad inerte con hedor molesto, donde los recuerdos ya no eran permitidos por la fugacidad de la conciencia, por los rezagos de la memoria; nos sonreímos, como dos cómplices de un crimen muy secreto, muy fugaz, muy bastardo. Y nos fuimos a complicar las razones, a enredar pasiones. Sabíamos que no era necesario decir nada, ni esperar menos, ni más, era lo suficiente. La medida adecuada de tiempo, de lluvia, de frío, de muerte, de vida, de voces, de espectros, de intentos, de fallos, incluso de inversos. Todo era consecuentemente absurdo y tan necesario como incoherente.

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